martes, 23 de junio de 2009

La llamada


-La llamada-

Fue al volver de su paseo diario cuando Cristina encontró el sobre en el buzón de casa. Asomaba un poco y se mantenía tieso, como planchado con almidón. "Una fotografía", pensó. Y así era. Lo apretó contra su corazón, que latía fuertemente, y subió despacio con su cadera maltrecha las pocas escaleras que la separaban de su piso de viuda.

Antes de abrirlo fue al cuarto y comenzó a desnudarse. Se quito la rebeca, la blusa, la falda, el sujetador y las bragas y, desnuda, se lavó el cuerpo con sales y jabón natural. Se miró un momento en el espejo y sonrió. Luego se vistió una muda de impecable blanco; se puso su ropa de estar en casa y una toquilla sobre los hombros para evitar el frío resuello de las tardes. Calentó agua hasta hervir, se preparó una infusión de poleo-menta y encendió el tocadiscos para escuchar un disco rayado de Jerry-Lee Lewis. Sólo entonces abrió el sobre.

En la fotografía dos jóvenes sonreían en una pista de patinaje. La fotografía era oscura aunque las luces del reciento estaban encendidas, pero se veía bien al chico y a la chica apoyados uno contra el otro con las cuchillas calzadas, los guantes puestos y los abrigos cerrados para evitar el frío. A lo lejos se adivinaba la figura de un árbol de Navidad.

Cristina los miró atenta. Suspiró. Se fue al espejo del baño y volvió a mirarse en él con descaro. Se sacó la ropa de estar en casa; se quito las bragas (no llevaba sujetador) y estuvo en pelota quince minutos con la fotografía sujeta al marco del espejo hasta que esta cayó sobre el lavabo y comenzó a soltar una tinta roja, espesa.

Le dio la vuelta. En su parte trasera alguien había garabateado un número de teléfono y había escrito "¡Llamamé!". Cristina volvió a lavarse. Se cambió de muda. Fue hasta el armario y extrajo la ropa que solía llevar los domingos para ir al centro de jubilados a echar cartas y a alguna boda. Se la puso controlando que no oliera demasiado a naftalina ni a "abuela", como decía ella. Se enchufó dos gotas de perfume en el cuello y otras dos en el dorso de las muñecas y así, trasteando, se sentó en la salita junto a la mesa del teléfono con la fotografía. Los números se habían borrado un poco, pero se veían todavía claros y desafiantes entre ríos de tinta color sangre.

Cogió el teléfono, marcó, y aunque la voz al otro lado del hilo brotó gastada y triste supo al momento quién era.