viernes, 13 de marzo de 2009

'Almendros en flor' (Doris Dörrie


'Almendros en flor' (Doris Dörrie)

Cuando el cine alemán se aleja de los fantasmas que han marcado su pasado ('El hundimiento', 'La vida de los otros' o la reciente 'RAf') se expone a caer en las formas manieristas más impersonalizadas, donde el gusto por el exotismo mainstream y la falsa cercanía hacia el otro dan como producto films soporíferos, embadurnados de una pegajosa capa de corrección social donde sólo hay formas tópicas y vacías.

Es lo que le pasa a la sobrevalorada 'Cerezos en flor', una revisión de 'Cuentos de Tokio' de Yasujiro Ozu donde se cuenta la historia de la redención de un hombre, Rudi (Elmar Wepper), un anodino oficinista que ha enjaulado durante toda su vida a su mujer, Trudi (Hannelore Elsner), en una vida convencional alejada de la belleza, la creatividad, su amor por Japón y, particularmente, por dos iconos turísticos del mismo: el monte Fuji y el teatro kabuki. Con elementos tan frágiles y adolescentes se construye un personaje, el de la mujer-sensible-atada-a-un-marido-que-no-la-entiende (tópico del que se podría hacer un género) desdibujado que desaparece sorpresivamente transcurrido menos de la mitad del metraje y que provoca el arrepentimiento y la posterior expiación de Rudi.

Pero si previsible y caricaturizado es el personaje de Trudi, más vale no hablar de la galería de tres hijos de este matrimonio que bien valdrían para ejemplarizar las ideas preconcebidas sobre la juventud moderna en un museo de cera: hijos con y sin cargas familiares (incluida una lesbiana para dar color gay al asunto), por supuesto sin tiempo para dedicar a sus padres y que buscan la manera más rápida de deshacerse de ellos y sus necesidades emotivas. De todas maneras dos de ellos desaparecen pronto para centrar la atención en el hijo menor, solterón empedernido que trabaja en Tokio y vive en un pequeño apartamento. A él acude Rudi para conocer el país al que su mujer siempre había deseado viajar y no pudo conocer antes.

La tercera parte de la película cuenta las viviencias de este germano en la tierra de los samurais chocando constantemente con sus costumbres, sintiéndose solo y desplazado en la megalópolis (otro lugar común del cine más reciente por el que alguien deberá rendir cuentas ante un tribunal algún día) y arrastrando como un perro apaleado su sentimiento de culpa por la desatención emocional a la que tenía sometida a su mujer. En el colmo de lo patético llega a llevar puesto bajo el abrigo la rebeca y la falda de su difunta esposa para 'enseñarle' aquel Japón de tan perennes como frágiles almendros en flor, jóvenes artistas de teatro con la cara pintada y montes de anuncio de compañía de fotografía.

El travestismo físico del protagonsita, muestra del ridículo sentimiento pecaminoso inculcado al hombre occidental, y particularmente europeo, por los traficantes del discurso políticamente correcto y paritario, del que la directora se hace adalid y cómplice a un mismo tiempo, choca vívamente con la naturalidad irónica con que el cine norteamericano trata estos temas. Sin ir más lejos el 'Gran Torino' de Clint Eastwood aborda con mucha más perspectiva, riqueza y respeto el choque/encuentro entre culturas divergentes; la necesaria diferencia psicológica entre hombres y mujeres y las relaciones difíciles entre padres e hijos en las sociedades desarrolladas sin papanatismos ni dejar al nivel del betún a un personaje que, en el caso de la película alemana, termina sus días ridículamente, desposeído de toda identidad, ánima y veracidad, disfrazado de guiñol nipón con un kimono intentando, esperpenticamente, esbozar algo parecido a la compleja interpretación del kabuki. Metáfora evidente de los peligros del discurso políticamente correcto, que esconde grandes dosis de cinismo y sexismo encubierto, que primero nos despersonaliza y después recomienda, por si acaso, agachar la cabeza y decir que sí a todo.